Hace unos días leía un artículo del The New York Times sobre la diferencia entre la generosidad y la abnegación.
Son dos conceptos que a priori nos parecen distintos –y lo son. Pero en la práctica, los padres los confundimos con frecuencia. Nos pasamos años entregando nuestro tiempo y nuestra energía por nuestros hijos. En incontables ocasiones relegamos nuestros deseos e intereses a un segundo plano para satisfacer sus necesidades y caprichos. Nos parece noble que, como buena madre o buen padre que deseamos ser, demostremos nuestra generosidad de esta manera. Y así nos vanagloriamos de ser unos padres modelo porque les entregamos amor desinteresado e incondicional.
Hay hijos que toman estos sacrificios desde el amor que saben que sus padres les profesan. Y hay otros que se creen que, por el mero hecho de ser los hijos, son merecedores de la dedicación y atención de los progenitores en todo momento. En su mente, ven a sus padres como personas que están obligadas a concederles todos sus antojos, sin cuestionarles. De lo contrario, les llaman «malos padres». Perciben los sacrificios de los padres desde el egoísmo, sin plantearse qué precio pagó el padre o la madre por esa abnegación.
Me recuerda a la Madre Naturaleza, que nos da todo lo que ella significa. Sus plantas, sus frutos, sus bosques y sus océanos; y todos los recursos naturales y especies animales que en ella habitan. Y los seres humanos tomamos sin cesar, sin respetar sus necesidades, sin cuidar el entorno, abusando de lo que nos ofrece. Hasta que un día ya no podrá brindarnos nada más, porque nada le quedará.
Llega un momento que conviene que los padres paremos y nos abstraigamos de esa ofuscación en la que hemos estado inmersos tantos años, y nos demos cuenta de que quizá hemos estado enseñándoles una lección equivocada. ¿Es bueno que un hijo tome egoístamente todo lo que los padres le den? ¿Es acertado que los adultos demos y demos hasta vaciarnos, renunciando a la vez a nuestro propio ser?
Ser generoso no significa sacrificarse como persona para ayudar a los demás. Si nos abandonamos, de ninguna manera podremos eficazmente atender al prójimo. Y el hecho de que se trate de un hijo, no varía este principio.
No podemos dejar siempre de lado nuestras necesidades para cubrir las de nuestros hijos. Se trata de priorizar las suyas a la vez que las nuestras. El dar no debería ser un duro acto de renuncia a costa nuestra, sino un deleite.