Sabemos que hay cinco etapas que conforman el duelo:
- Negación: Negamos la realidad que esa persona ya no está con nosotros. De esta manera amortiguamos el golpe y el dolor que esa realidad comporta.
- Ira: La rabia y el resentimiento aparecen debido a la frustración que acontece saber que no hay remedio, que no hay nada que podamos hacer para revertir esa situación.
- Negociación: En el caso, no ya de muertes sino de pérdidas, imaginamos cómo podríamos hacer para revertir ese hecho, y buscamos maneras, soluciones, para hacer que eso sea posible. En el caso de muerte, fantaseamos con el “qué hubiera pasado si hubiéramos actuado diferente?”
- Depresión: Sentimos una tristeza profunda, un vacío inmenso, una sensación de que vagamos por nuestro entorno habitual pero nos sentimos ajenos a él. Nada parece importar. No sentimos energía ni motivación.
- Aceptación: Finalmente aceptamos esa pérdida y que no volverá. Poco a poco aprendemos a convivir con nuestro dolor emocional.
El duelo no siempre se refiere a la muerte de personas queridas. El duelo acontece ante cualquier pérdida en nuestras vidas. Pérdidas -porque ya no forman parte de nuestras vidas- de personas u otros seres importantes para nosotros. Incluso situaciones o condiciones preciadas para nosotros, que han dejado de existir.
Cuando un hijo se convierte en nuestro agresor durante un extendido periodo de tiempo, igualmente podemos sentir una pérdida. Y podemos aplicar todas y cada una de las fases del duelo que mencionamos arriba.
Hoy quiero compartir que… estoy de duelo. La relación con mi hija no es del tipo que yo había imaginado. Lo fue durante los primeros diez años de mi vida. Y a partir de entonces, se acabó. Empezaron los problemas.
Negué repetidamente la realidad de que mi hija era violenta. Yo siempre estaba buscando una explicación, una justificación del porqué de su comportamiento. Que si era debido a la intransigencia del padre durante la tierna infancia de la niña… que si era debido a la falta de empatía de éste hacia la niña, incluso hacia mí… que si quizá yo le había dado demasiado atención… que quizá no tenía que haber sido hija única… Un sinfín de razonamientos que yo buscaba para encontrar una explicación a la abominable realidad de tener una hija violenta.
La ira me sobrevino en varias ocasiones. Una vez, incluso me encerré en mi coche y grité y grité de tal manera que ni yo misma me reconocí. Y me invadió el llanto, desconsolado, como si se vaciasen mis entrañas de todo aquel dolor.
Luego, negocié, repetidamente e incansablemente conmigo misma y con ella. Tenía que haber una manera para revertir esta situación. Pero ninguno de los intentos funcionó.
Con el tiempo… años, debo decir… la violencia física disminuyó, aunque la agresividad no desapareció por completo. Y el desapego ya formaba parte de nuestras vidas. Así que, una cosa llevó a la otra. La comunicación cesó. El cariño se esfumó… Y la tristeza profunda llegó. Y con ella, la aceptación de que nunca existiría una relación amorosa hija-madre. He ahí mi duelo.