En ocasiones acuden a mí madres que me explican el drama que están viviendo con sus hijos o hijas. La mayoría de estas madres, en algún momento de su relato, me dicen:
- El caso es que mi hija y yo nos queremos con locura. Siempre hemos tenido una relación muy especial. Hacíamos muchas cosas juntas, hablábamos de todo, salíamos a pasear o a visitar museos. Pero cuando me separé de su padre, todo cambió.
Es común ver esto en las familias monoparentales, donde ha habido una relación estrecha y fusional entre el progenitor y el hijo. Acostumbra a darse más en el caso de madre e hijo/a, posteriormente agresor/a. Esta relación tan estrecha implica dificultad a la hora de establecer una jerarquía. En ocasiones, incluso el padre/madre ha alardeado de tener una relación de amistad con su hijo/a. Quién sabe por qué… Quizá para sentirse más joven, quizá para darse mérito de una crianza exitosa, quizá para parecer más moderno y alejarse del modelo educativo de antaño, en el que la educación familiar era autoritaria y se basaba más en obligaciones que en derechos. Pero como dice el juez de menores Emilio Calatayud: “Yo no soy el amigo de mis hijos, porque los dejaría huérfanos: soy su padre”.
“Esta relación tan estrecha, que ha convenido durante un tiempo a ambos sujetos, entra en crisis cuando el crecimiento, las circunstancias o la eclosión hormonal de la adolescencia la transforma en peligrosa. En ese vínculo fusional, el comienzo de la violencia puede entenderse como un primitivo intento de distanciamiento, de evadirse de la relación que se vive ahora como opresiva, limitante o peligrosa. Luego aparecen los beneficios secundarios de la conducta violenta –control, poder-, que son los que contribuyen a su mantenimiento”.1
El intento de distanciamiento en la relación paterno/materno-filial, entra dentro de lo normal, forma parte del proceso de maduración. A medida que el chico/a crece, la dependencia hacia sus padres decrece. El problema aparece cuando por parte de los padres no hay un relajamiento de medidas sobreprotectoras, de control exhaustivo sobre el día a día de sus hijos/as. Siempre existirá interés, responsabilidad, preocupación y cuidado hacia ellos, puesto que aun no son totalmente maduros e independientes. Pero darles mayor autonomía -en sus decisiones, en su quehacer diario- (que no total autonomía) contribuye a un proceso de maduración natural que se refleja en el nivel de responsabilidad. El ambiente doméstico se respira más tranquilo, más equilibrado. Y en ocasiones, la violencia se rebaja, o simplemente no aparece.
1 Pereira, R. (2011): Psicoterapia de la violencia filio-parental. Entre el secreto y la vergüenza. Ed. Morata
Como se puede ayudar un hijo maltrador y alcohólico contra su voluntad?????
No se puede hablar con el , y uno «Hola» puede provocar gritos. No se puede vivir así .Con miedo,insultos y amenazas todos los días.
Nadie debería tener que pasar por eso. Lamento lo que comentas.
Hablas de dos problemas, que indudablemente en este caso, van unidos. Generalmente, el abuso de cualquier droga precede la VFP psicológica y/o física. A la inversa, no necesariamente sucede.
Tratar el alcoholismo en primera instancia, parece imperativo. Hay sesiones informativas para familiares en centros especializados en tratamiento de adicciones.