¿Alguna vez habéis llorado bajo el agua? ¿En el mar?
Yo sí.
Es ese espacio seguro en el que nadie te mira, nadie te escucha, nadie te juzga. Solo estás tú y la naturaleza. Y Dios.
Es como cuando paseas por el bosque a solas, y nadie hay alrededor, sintiéndote en total comunión con el entorno. O caminas por un sendero solitario en el Camino de Santiago. O contemplas la vista desde lo alto de una montaña, o el firmamento, en la misma montaña, una noche de San Lorenzo. La inmensidad y la majestuosidad de la visión es de tal calibre, que das gracias al Creador por tan bella obra. O a la Madre Naturaleza. Llámala como quieras. Al final, lo único que importa es la gratitud que con total sinceridad le expresas.
Y con esa misma sinceridad, un día te derrumbas y sueltas todo el dolor y la angustia almacenada en tu alma, y la ofreces a esa misma Naturaleza. Bajo el agua. Sabiendo que cuando emerjas de nuevo a la superficie, deberás mostrar esa fortaleza que no puedes permitirte abandonar en tu día a día. Por tu bien y por el bien de tu familia.
Hay que estar muy desesperado para llorar bajo el agua, me dije mientras sollozaba allí abajo. Quizá. Pero al igual que es bello saber agradecer, también lo es saber soltar, aceptar nuestras imperfecciones y rogar. Ni que sea bajo el agua.