Ocurría con frecuencia que, paseando yo por la calle, o viajando en metro, cuando veía una pareja empujando el cochecito de su bebé interactuando con él y sus risas, o cuando veía un padre y una madre tomando de la mano a su hijo mientras caminaban calle abajo por el boulevard de la ciudad, yo decía para mis adentros: Ya os llegará, ya…
Automáticamente, mi mente me llevaba al sufrimiento que experimenté todos esos años en que los gritos y la violencia reinaban en mi hogar. Y me resultaba inevitable pronosticar el mismo futuro para esos padres que hoy veía tan felices y orgullosos de sus retoños.
Pero eso es falso. No todas las parejas experimentarán problemas graves de conducta con sus hijos/as. Hay que reconocerlo. Augurarles ese futuro es erróneo y poco amable. Pero hoy sé que se trataba de un mecanismo de defensa para sentir menos dolor, para evitar la responsabilidad que me pertocaba asumir en ese desastre de relación materno-filial. Nadie es perfecto.
Hoy paseo por las calles de la ciudad, y se dibuja una sonrisa amorosa en mi rostro cuando veo niños jugando y riendo a la salida de la escuela, mientras sus padres les recogen a las puertas. Y sé que a la mayoría de esas familias les espera un vínculo lleno de cariño. Y a los hijos en particular, un futuro lleno de esperanza. Y mientras pienso todo esto, el día se convierte en bello, soleado, atemporal. Y gozo de ese sentimiento. A fin de cuentas, la felicidad es eso: la suma de pequeños momentos entrañables.
Y entonces sé que he sanado.
Todo pasa. Todo. Se trata de sincerarse con uno mismo, y aceptarse. Ese día llega, de manera natural.
Todo pasa. Todo. Incluso el desconcierto, la frustración, el sufrimiento. Y el resentimiento.