A veces lloro. A primera hora, antes del alba, aun en la cama. Esa hora en la que hago repaso de épocas de mi vida. A cachitos. Hoy toca aquella vez que mi exmarido me dijo esto, o que mi hija se asustó por aquello. Otro día toca aquella ocasión en que sentí pánico en la abarrotada playa de Levante, y la realización posterior de que la angustia provenía de sentirme atrapada en una relación que me ahogaba. O aquel regalo que mi hija me hizo una tarde mostrándome su vulnerabilidad, cuando su rebeldía habitual solo exteriorizaba orgullo.
Hoy lloro por mi hija. No porque ya estemos tan lejos la una de la otra que la sienta una extraña, sino porque solo deseo una cosa en su vida: que sea feliz, que no sufra las consecuencias emocionales de esta ruptura de tal forma que la hundan. Que Dios le confiera la fortaleza para transitar el dolor y la culpa sin consecuencias devastadoras.
Hoy lloro porque mi mayor deseo ya no es que vuelva a mí. Ni que me pida perdón. Ni siquiera que pueda volver a verla el resto de mi vida. Mi mayor anhelo es que tenga una vida plena. Que el peso del pasado no la abrume fatalmente. Que se sienta afortunada de estar viva, lejanas ya aquellas múltiples veces que me reprochaba haberla traído al mundo.
Ya no la quiero para mí. La quiero para ella. Y me doy cuenta de que es en este momento que tiene lugar el verdadero corte del cordón umbilical, no el que tuvo lugar físicamente hace casi dos décadas.
Y me pregunto, si no será esto lo que llaman auténtico amor maternal.
Precioso