Hace poco más de un mes escribí lo siguiente. No lo he publicado hasta hoy. Había algo que me chirriaba. Hoy puedo decir que ella aún es lo más importante, mi mayor tesoro, aunque se haya alejado de mí, aunque muchas otras actividades y pensamientos llenen mi día a día. Es como el respirar. No pensamos en ello, pero si nos faltara, moriríamos.
Creo que mi hija ya no es lo más importante de mi vida. Y digo “creo” porque la mera afirmación me asusta. Nunca antes, en todos estos años de su existencia, había tenido este sentimiento. ¿Me convierte ello en una mala madre? Es esto lo que me inquieta.
¿Quizá si digo que ya no es lo prioritario en mi vida, me sentiré mejor? No. Tampoco.
Y me doy cuenta de que busco eufemismos, pero en el fondo, la desazón es la misma.
Se me hace tan extraño no tener que priorizarla ya más, en mis actividades diarias…
– Y aún así, no te quiero menos. Ni un ápice menos.
El roce hace el cariño, dicen. Y ella, no solo me ha negado el roce, sino que me ha eliminado de su vida de la manera más cruel. No hay comunicación alguna que ella acepte de mí. No hay la más pequeña deferencia hacia mi interés por su bienestar, por su salud, por su felicidad. Su empeño es que ni nada ni nadie me dé pistas de cómo se encuentra, de cómo es su vida. Dicho sea de paso, lo consigue. Es asombroso el poder de dominación de esta chica sobre las personas que le rodean. Personas que le confieren una autoridad que no le corresponde. Pero esto es tema para otra reflexión.
Casi diecinueve años (si contamos los nueve meses en el vientre materno) de dedicación exclusiva a ella. Ya lo dicen, ya… que el amor de madre es el más incondicional y, en cierta manera, el menos agradecido. Pero eso ya lo sabemos las madres. Lo que no nos podemos imaginar es que un hijo se vuelva contra ti. Que te insulte. Que te escupa. Que te agreda. Que te desee la muerte.
Cuando un hijo te destierra de su vida ¿tiene sentido perseguirle? ¿En qué lugar deja eso tu dignidad?
Llegó un día que ya no pude más. Que ya no debía confiar más en un imposible. Debía terminar con esta locura para salvarme, para salvarla. La justicia salvaguardó mi integridad física, que no la emocional, puesto que ésta se la tiene que trabajar uno mismo.
Hace años que sé que retar las leyes de la naturaleza no es la mejor elección. Y que tiene consecuencias. Hoy ya no transgredo dichas leyes. Acepto que no siempre es sabio perseguir aquello que Dios, la naturaleza -llámenle como quieran- nos ha negado. Ahora entiendo que a mi destino se llega por otros derroteros. Yo di la vida, pero ahora debo seguir con la mía. No hacerlo sería un desprecio hacia lo más grande. Esa vida que traje al mundo, reclama su independencia. De una manera despiadada, sí. De ella depende abandonar esa ira visceral y volverse más amable, más compasiva. Mientras, yo sigo mi camino. Hasta el día, si llega, que ella quiera reconciliarse conmigo, y consigo.