Los síntomas del síndrome del nido vacío, aquel que padecen algunos padres cuando sus hijos crecen y dejan el hogar, también pueden darse con los hijos que viven en casa. Con aquellos hijos que nos aíslan de su mundo y se retiran del nuestro. Aquellos que se encierran en su habitación y no comparten nada con los padres. No les hablan. Ni siquiera en la mesa a la hora de las comidas. Pareciera que están siempre enfadados, con los padres, con el mundo. Quién sabe.
Uno llega a sentirse solo ante tal situación, aparte de triste. Porque es como si ese hijo fuera un extraño. Lejos quedan los días en que el niño explicaba todo a los padres, sobre el colegio, sobre los amigos, y su curiosidad no tenía límites ante este mundo tan grande y complejo para su pequeña aunque receptiva mente.
No es que estos padres sientan nostalgia por esos días que guardan en el recuerdo. No desean que se hubiera detenido el tiempo. Ellos mismos se esfuerzan para que sus hijos crezcan y maduren de manera sana, y se alegran cada año que el hijo/a sopla una vela más del pastel.
Pero estos chicos y chicas que se distancian de manera tan rotunda de sus padres, son los que fomentan que tengan esa sensación de que el hijo ya no está. “Le hemos perdido”, dicen. Aunque con la esperanza de que algún día los recuperen. Esa recuperación que solo puede salir de esos mismos hijos al paso de los años y, a menudo, cuando ya se han independizado y comprueban que manejar la vida fuera del nido requiere más esfuerzo del que creían, y comprenden mejor la postura de los padres.
Pero mientras, los padres se sienten solos, abatidos, con una sensación de vacío, de pérdida del sentido de sus vidas, a la vez que con remordimientos de si se habrán equivocado en la crianza. Sus hijos todavía viven en casa. Pero no se comunican con los padres y parecen no necesitarles. Igual que aquellos que se emancipan.
No obstante, el ser humano tiene capacidad para adaptarse a todo, y me comentaba una paciente que había hecho una reflexión que le mostraba el lado positivo de este síndrome que ella misma había comenzado a padecer. Hacía años había empezado a sufrir la violencia de su hijo. Pasó por un dolorosísimo proceso con él, que les llevó por centros de acogida, por comisarías, por juzgados. En la actualidad la situación había mejorado y habían cesado las agresiones, aunque aún tenían conflictos debido a la ira e impulsividad del niño. Como consecuencia, no tenían ningún tipo de comunicación. Ninguna. Cero. Y se habían ido distanciando tanto, que la madre empezaba a sentir esos síntomas del nido vacío, puesto que la sensación era de que nadie más habitaba la casa. Y se consoló pensando que cuando llegase el día de la verdadera partida del hijo, ella ya estaría entrenada para sobrellevar esos sentimientos de pena y soledad. Ya no serían una novedad. Lo tendría bastante superado ya.
Quizá la clave esté en buscar la forma de ver las cosas de manera diferente.