Leo en la prensa la última cifra que se ha publicado sobre el número de víctimas de violencia de género en lo que llevamos de año. Estremece. Y pienso que esta cifra es tan solo la punta del iceberg del número real de víctimas, pues las hay –a miles- que sufren en silencio. Las que nunca denuncian, las que llevan años viendo como en telediarios y en tertulias se hace eco de la atrocidad de morir a manos del cónyuge, y que saben que correrían la misma suerte si ellas denunciaran también.
Pienso en lo duro que debe ser para alguien ver que la persona que en su día escogieron por esposo/a, hoy las humilla, las maltrata, las amenaza. Las aterra. La misma persona que un día consideraron el ser más maravilloso con quien unirse para avanzar por la vida juntos. Aquella persona que a todas horas ocupaba sus pensamientos y sus ensoñaciones. Aquella persona que hubieran jurado que nunca las lastimaría.
La violencia doméstica es, sin lugar a dudas, una de las más difíciles de comprender. Y de entre los diferentes tipos que existen, la violencia filioparental es especialmente desoladora emocionalmente. Porque, si duele ver como la persona que escogiste –y que te escogió- para amar, hoy te maltrata, imagina cómo llega a doler el ver que tu hijo/a, que llevaste en las entrañas durante nueve meses y a quien criaste y diste todo para que tuviese lo mejor, hoy te agrede y pone tu vida en peligro. A conciencia, sin piedad. Ese ser a quién tuviste en tus brazos, amamantaste, protegías a todas horas y pasabas noches en vela cuando estaba enfermo. La tristeza que se siente es tan y tan profunda, tan y tan desgarradora, que sobrellevar las actividades cotidianas con normalidad se convierte en un esfuerzo titánico.
Porque, a fin de cuentas, el cónyuge que agrede a su pareja, hubo un día que fue un extraño, hasta el día que se conocieron. Ambos habían vivido cada uno por su cuenta. No se convirtieron en familia hasta que decidieron unir sus vidas. En cambio, un hijo lo has engendrado tú. Sin ánimo de minimizar la gravedad del primero -esto no es una competición- y a sabiendas del inmenso dolor que soportan las víctimas de violencia de género, tan solo puntualizo que la idea de denunciar a un hijo es y será siempre más duro por el hecho de que es «carne de tu carne». Le trajiste al mundo para verle prosperar y gozar. Para amarle, y esperando que él/ella te amase también.
¿Cuesta de imaginar? Inténtalo. Retrocede en el tiempo. Al día que nació tu hijo/a. A los primeros años de su vida, a medida que crecía, jugaba, reía, y te adoraba. Y ahora imagina que tu hijo/a, hoy, mientras lees esto, te está chillando, golpeando, y rompiendo tus enseres más preciados.
Pues bien, mientras lees y te imaginas esto, hay madres o padres que realmente están viviendo este infierno. En estos mismos instantes.
No demos la espalda a estos padres. No los juzguemos. Estemos atentos a su callada llamada de socorro.
Desde aquí, queremos transmitirles todo nuestro respeto, comprensión, y soporte.